
Muchas han sido las definiciones que se le han querido dar a esa especial condición que encierra el haber nacido en ese país de la punta noroccidental de Sur América. A esa especial condición que implica ser colombiano.
Me aferré mucho tiempo a la definición atribuida a Jorge Luis Borges: Ser colombiano es un acto de fe. Y de verdad que así lo es, tanto que a pesar de nuestra tragedia seguimos creyendo, como tomados de un hilo de telaraña que sostiene la esperanza. De alguna manera el ser un acto de fe, es un fenómeno que deriva en el correr circular de la misma noria que nos ahorca, el vendaje que nos evita vernos y actuar.
Recientemente, y como un acto de liviandad, nos han declarado a los colombianos como pasión. Y si, los colombianos somos pasión de la buena y también de la que incluye muerte sin resurrección.
Fe y pasión digamos, por postergar la discusión, pueden ser trazos que intentan definirnos. Pero hacia fuera, hacia el resto del mundo, ser colombiano es un pecado original: tenemos una valoración que nos viene de cuna, por el hecho de ser de aquí y no de otra parte, como si fuésemos un trozo aparte de la Humanidad que contrariada nos aparta como una ajena y paradójica horda de hombres y mujeres vulnerada por el narcotráfico, la pobreza y la guerra.
La mayoría de colombianos somos tratados en muchas puertas de inmigración como una especie de individuos proveniente de un foco infeccioso que se debe aislar, por si las dudas, por la mera sospecha, por el pasaporte vino tinto, por ser colombiano a secas.
Pocas nacionalidades como la nuestra están sujetas a tantos requisitos para poder andar en un mundo cada vez más globalizado.
Los colombianos del común, no claro está los ricos, que nacen con visado debajo el brazo, apenas pisamos la salida internacional de nuestros aeropuertos, comenzamos a padecer la pérdida de nuestros derechos civiles y libertades, y entramos a un régimen de control, intimidación, inspección y segregación.
La famosa visa “americana” y el visado Schengen, para la cual se piden una lista enorme de requisitos que llegan al ridículo, se convierten en un salvoconducto, en una prueba que garantiza la posibilidad de movilidad, aún en países hermanos, países de América Latina, como Costa Rica, que da la oportunidad a los colombianos, con alguno de estos dos visados, el poder ingresar sin más requisitos a su territorio.
Viajar a México se convierte en una lamentablemente pesadilla para muchos colombianos. En un país con el que compartimos más que el amor por el maíz y las rancheras, hombres cobrizos como nosotros, cuidan como cancerberos la puerta de entrada a Estados Unidos. No es extraño que aún haciendo solo un conexión aérea en México, siendo colombiano el viajero, la misma aerolínea se de el atributo de retener su pasaporte, dejarlo indocumentado y aislado, retenido, en un cuarto del aeropuerto de tránsito, hasta asegurarse que tome el vuelo de su destino final. Todo esto a pesar que la misma Embajada de México en Colombia
aclara que no es necesaria una visa de tránsito. Y no pasa nada. Todo normal.
¿De qué se nos acusa cuando en un aeropuerto se nos aisla, se nos esculcan las maletas hasta la saciedad? De narcotraficantes seguramente, de prostitutas, de ilegales. ¿Cuál es el indicio para esta acusación? Nuestra nacionalidad sin duda. Como dirán algunos: nada personal.
Que tenemos narcotraficantes, es cierto. Que algunas de nuestras mujeres han emigrado para la trata de personas, es cierto. Que muchos de los 4 millones de colombianos que viven en el extranjero han iniciado su migración sin visados… es cierto, dolorosamente cierto, no tanto lo de los visados como el destino de las gentes. Pero la persecución y la señalización que se nos hace fuera de nuestras fronteras no deja de ser una franca violación de los Derechos Humanos. Ni siquiera es producto de nuestra historia, que también está hecha de una valiente resistencia a la barbarie, mucho menos producto de la historia de la mayoría de emigrantes colombianos que tienen que soportar requisas que invaden sus intestinos, sus genitales, su dignidad intrínseca, por razón de su condición como nacional colombiano.
Lo extraño del asunto es que muchos de nosotros, colombianos por nacimiento, que por adopción pocos hay, aceptan esta situación, aún llegando a creer que de alguna manera, debemos reparar todos el pecado original de ser colombianos.